domingo, 13 de enero de 2013

Marinero en tierra


 - Ese es uno de los recuerdos que conservaré toda mi vida. Estoy convencido.

 - Ya imagino, ¿y cómo fue?

 - Pues hacía unos minutos que acababa de llegar al hotel, en pleno centro de Varsovia. Había sido un día pesado en el curro, así que me registré y subí a la habitación a dejar las cosas. Noté barullo en la entrada, mucha gente muy bien vestida y tal, pero venía tan metido en mis historias que no presté atención a qué se debía.

 - Ya te vale.

 - Ya. Pero mira… casi que mejor. La cuestión es que nada más dejar la maleta en la habitación me fui a ver si cenaba algo. Bajé por las escaleras y, en el último tramo, que ya daba acceso al vestíbulo, vi a alguien a mano izquierda, cerca de la pared, gesticulando mucho, de una manera casi exagerada, como si hablara efusivamente con otra persona. No me preguntes por qué, pero me fijé en él enseguida, y pese a tenerle a unos quince ó veinte metros, medio tapado por un pilar, tan abrigado, y aun no habiéndole visto nunca en persona, intuí que era él.

 - ¿Con quien estaba?

 - Estaba solo. Me di cuenta conforme bajaba las escaleras.

 - ¿Pero no decías que hablaba con alguien?

 - Eso me pareció, pero no.

 - ¿Y qué hacía solo? ¿No iba a recibir un premio o a dar una charla o algo así? Lo lógico es que estuviera rodeado de gente medio importante contándole movidas y haciendo el paripé con ellos.

 - Pues estaba solo en un lado del vestíbulo hablándole a una pared en blanco. Flipa. Claro, conforme bajaba las escaleras y vi a un tío mayor, alto, con un sombrero raro y gesticulando a una pared, me extrañé un poco. Y no sé por qué, pero pese a que no me habría podido imaginar que estuviera en Varsovia, de algún modo enseguida supe que era él. Era como evidente, no había duda. No podía ser otro.

 - Ya, ¿y qué hiciste?

 - Me fui directo a saludarle. Le dije: “¿Señor Alberti? ¿Es usted, verdad?” Se giró de golpe, y claro que era.





 - ¿Y qué te dijo?

 - Nada, me miró fijamente un instante. Y yo tampoco supe qué decirle. ¿Qué se supone que le dices a un poeta de ese calado y que admiras tanto si te lo encuentras por sorpresa en el vestíbulo del hotel en el que estás?

 - No sé, haberle dicho lo mucho que le admirabas… o  cosas tuyas, pero vamos, que puedo entender que te quedaras bloqueado.

 - No hizo falta decirle nada. Supongo que lo supo al verme la cara de asombro que debía tener.

 - ¿Y qué pasó?

 - Pues estoy convencido que me metió en la conversación que estaba teniendo él solo.

 - ¿Qué?

 - Sí. De repente empezó a recitar apasionadamente y en voz alta uno de sus poemas, moviendo los brazos con efusividad, mirándome a mí y señalando de vez en cuando la pared blanca.

 - ¿Recuerdas el poema?

 - ¿Cómo lo voy a olvidar? Me quedé loco. Uno de sus grandes poemas de siempre y que te lo suelte así, en persona, a solas… es un regalo imborrable. Desde entonces lo llevo grabado en el alma. De hecho, a veces, con tan solo recordarlo, se me saltan las lágrimas.

 - Supongo. Ese momento debió ser brutal. ¿Y después?

 - Prácticamente nada más. Vinieron a por él y se marchó. Me quedé mirándole y me hizo un gesto como de despedida. Eso fue todo.

 - ¿Sólo eso? O sea, que se te presenta una oportunidad así ¿y la dejas pasar de ese modo? Estás idiota.

 - Puede ser, pero en ese momento no supe qué hacer, todo pasó muy rápido. Y es cierto que apenas compartimos nada, pero ese instante me marcó para siempre.

 - ¿Cuánto hace de eso?

 - Veintipico años. Fue en noviembre de mil novecientos ochenta y ocho. Yo tenía entonces… treinta y cinco. Y lo sigo recordando tan vivamente como un aroma.





¿Sabes? Un tiempo después de ese encuentro me pareció entender qué hacía allí, apartado de la gente y frente a la pared blanca, hablando a solas.

 - ¿El qué?

 - Creo que en esa pared blanca estaba viendo la luz del mar. Creo que no se podía quitar de la cabeza la luz del Sol reflejada en la bahía del Puerto de Santamaría. La veía en todas partes, incluso en una pared blanca de un hotel de la Varsovia de finales de los ochenta. La amaba. La llevaba con él a todos lados. Ardía de éxtasis en ella. Y se la soplaba todo lo demás. Quizás los de la recepción del hotel estaban viendo a un abuelo con el pelo largo y canoso chochear frente a una pared blanca, e incluso podrían reírse de él. Pero a él todo eso le importaba un huevo, porque estaba en otras. Él, aun siendo consciente de que eso era una pared blanca, y donde todos veían solamente una pared blanca, estaba viendo la luz del mar.

 - Puede ser, pero vete a saber en qué estaría pensando realmente. No se puede saber lo que le pasa por la cabeza a nadie.

 - Ya, y menos a él, que era un genio. Da igual que fuera poeta. Si hubiera sido cualquier otra cosa, yo que sé… agricultor o electricista, habría sido un genio igualmente.

 - Por eso lo digo.

 - Sin embargo, lo intuyo de algún modo. Lo siento, lo percibo. Para mí es así de real. Supongo que también me influyen sus poemas y venir de donde vengo.

 - Sí, todo influye. ¿Y has ido a ver su casa alguna vez y dónde vivió y todo eso?

 - No. Aun tengo pendiente ir a Cádiz. Llevo mucho tiempo queriendo ver esa luz que él veía. Esa bahía, esas costas. Supongo que lo haré cuando llegue el momento, como todo, no quiero forzarlo. Quizás la próxima primavera, quién sabe.




Si mi voz muriera en tierra, 
llevadla al nivel del mar 
y dejadla en la ribera. 
Llevadla al nivel del mar 
y nombradla capitana 
de un blanco bajel de guerra. 
¡Oh mi voz condecorada 
con la insignia marinera: 
sobre el corazón un ancla 
y sobre el ancla una estrella 
y sobre la estrella el viento 
y sobre el viento una vela!


(Rafael Alberti)